Si usted pasa por el punto de “El Espejo”, ya está cerca. “Santo y seña” para quienes no conocen lo rural del municipio de La Playa, en Norte de Santander. Una vía, dividida en dos en el corazón de una de las tantas montañas que rodea al Catatumbo, es lo que indica los caminos hacia Tibú y las veredas Capellanía y Miraflores, anfitriones de nuestra visita humanitaria un 7 de marzo.
Una carretera levantada en polvo y una que otra moto, son muestra de que es un lugar habitable. Entre los caminos serpenteantes, una que otra casa al borde de la carretera dejan entrever que en sus ventanas se asoma la vida.
Cerca de dos meses fue lo que duró el último paro armado que azotó a la región y cerca de cinco meses, el tiempo que nos tomó construir la confianza de la comunidad para volver a ingresar a territorio y acompañarlos en su proceso de paz.
Vehículos incendiados, enfrentamientos entre grupos armados legales e ilegales y la población civil en medio fueron noticia por todo el país. El resultado: 16.000 personas desplazadas en toda la zona, de ellas Miraflores y Capellanía, cosechas pérdidas, atentados y miedo.
“Aquí lo que hay es gente con talento, de grandes valores. Pero, la guerra nos ha lacerado y la gente vive con miedo de hacer algo distinto a lo que conoce. La mayoría de aquí crecimos escuchando balas, viendo desplazamientos y conviviendo con el miedo de que en algún momento fuera el turno de alguno o cayéramos en alguna mina. El campo dejo de ser tranquilo”, relata el líder comunal y campesino Eduardo.
Desyerbar, recolectar café y volver a sembrar entre las planicies es el día a día de Eduardo, que a sus 29 años se ha convertido en un líder para su comunidad del municipio de La Playa, en Norte de Santander. De piel bronceada, por las largas horas que pasa al sol mientras labriega el campo, Eduardo ha sido testigo de cómo lo poblado de su vereda pasa a ser, casi, un pueblo fantasma a causa del conflicto armado que azota la zona y que en dos meses dejó desplazamiento y hacinamiento.
Aún, 60 días después, casas de madera y cemento continúan con las marcas de pintura que dejó la disputa de territorio entre el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el Ejército Popular de Liberación (EPL) en Hacarí, San Calixto, la zona rural de Ábrego y La Playa, el Tarra, Teorama, Convención, Tibú y Sardinata.
“La gente está cansada y tienen miedo. Los entiendo porque yo vivo también con eso. Algunos han querido unirse a los grupos armados ilegales, más que todo los niños, pero yo busco y trabajo porque no sea así. Ellos no deben estar con un arma en sus manos sino un cuaderno y aprendiendo en paz”, agrega Eduardo.
Al testimonio de este líder campesino, se une el de su vecina Nancy quien, al despertar un lunes, como cualquier otro día, no fue tan habitual como se lo esperaba. El tradicional tinto que le preparaba a su esposo en la cocina quedó olvidado cuando la vio ocupada por miembros de grupos armados que habían llegado a su casa la noche anterior.
“Nos llegaron a la casa un poco de pelados con armas. El miedo que sentí en la propia palabra se queda pequeño. Ahí no podíamos decir nada, la única fue encerrarnos y dejar que ellos ocuparan lo que quisieran con tal de que no nos hicieran daño”, relata Nancy, que ha sido testigo y víctima de más de un desplazamiento en su vereda.
Su casa a la orilla de la carretera destapada fue hospedaje, no por decisión, de hombres armados en momentos de enfrentamiento mientras ella y su familia aguardan anhelando días de paz. “En la vereda he vivido toda la vida. Nací aquí y aquí me quedo. Vivir aquí es sabroso, pero cuando llega el conflicto es aterrador”, comenta.
Tanto Nancy como Eduardo y otras 53 familias se reunieron el 7 de marzo con la expectativa de la entrega humanitaria que realizaríamos. Kits de higiene, albergue y educativos fueron entregados a la población quienes con niños y niñas celebraban desde lo alto de la montaña ver la llegada del equipo. Quien aviso a su comunidad que llegábamos, fue Brayan. Con nueve años y sonrisa de lado a lado alzaba su mano saludando e intentando ondear igual que la bandera que identificaba el camión.
“Voy en tercero de primaria. La escuela nos queda un poquito lejos, pero me gusta mucho estudiar, pero no siempre podemos venir como hace unos días. Cerraron la escuela porque había disparos y mi mamá tampoco me dejaba salir porque tenía miedo de que me pasara algo”, cuenta Brayan en referencia al paro armado que se vivió en su región.
Durante cerca de cinco horas el equipo de Save the Children acompañó, escuchó y apoyó a la población víctima del conflicto armado, quienes con esperanza depositaron su confianza en la organización tras retornar a sus casas con la intención de la construcción de paz y resiliencia.
El 2 de noviembre de 2019, con mochila en mano y sus hijos por delante, Gloria dejó su casa ante el recrudecimiento del conflicto en su vereda. Cúcuta fue el destino que los alojó por más de un mes, tras salir con una mano adelante y una atrás. Tiroteos y minas fue el desencadenante para que ella se sumará al desplazamiento masivo de su vereda.
“Vivir aquí es sabroso, con sus momentos difíciles como los meses pasados en los que solo había amargura. El desplazamiento masivo que causo tanta noticia, nosotros éramos uno más de ese grupo. Mi único pensamiento era que mis hijos estuvieran bien”, recuerda aquellos momentos Gloria, una mujer de raíces campesinas desde lo alto de las montañas que rodean el Catatumbo.
Tras un mes desplazada, Gloria regresó con sus hijos y esposo a su casa aún con el temor que generó el paro armado de ese momento. Con la esperanza, al igual que sus vecinos, de que esos hechos no se vuelvan a repetir, Gloria construye paz desde su hogar y sueña con que sus hijos no tengan que vivir más los impactos de una guerra que no ha sido elección de ellos.